El paraíso de Europa para América Latina parece un espejismo, especialmente cuando se habla de seguridad, estabilidad, democracia y respeto político. No obstante,en la última década, el retroceso de la democracia mundial también ha alcanzado al viejo continente. Desde la crisis migratoria a mediados de la década pasada, el auge de partidos y movimientos nacionalistas, las draconianas medidas tomadas durante la pandemia de COVID-19, hasta el regreso de la guerra a Europa, muchas han sido las causas que han debilitado la credibilidad de la democracia europea. La Unión Europea, antes considerada el ejemplo de los valores de libertad y democracia, comienza a ser vista por algunos sectores de la población y de la política como una dictadura supranacional que socava la soberanía de sus estados miembros. Parafraseando a Orwell, todos los estados europeos son iguales, pero algunos son más iguales que otros.
Durante la última década, Europa ha enfrentado varios problemas: el estancamiento económico, la inseguridad, la inmigración masiva y la pérdida de calidad de vida. A esto se suma la desconfianza hacia los partidos políticos tradicionales, el retiro de figuras clave como Angela Merkel y las tensiones con el gobierno de Trump en Estados Unidos. Todo esto creó el caldo de cultivo perfecto para el crecimiento de partidos extremistas. Europa, en su mayoría, centró sus esfuerzos en combatir lo que considera la «extrema derecha», reviviendo los fantasmas de la Segunda Guerra Mundial y poniendo sobre la mesa los valores democráticos europeos. En este contexto, se implementó el llamado «cerco sanitario» a la derecha, en el que partidos de todo el espectro político, desde la socialdemocracia hasta el conservadurismo, se unieron para formar gobiernos y coaliciones que excluyeron a los partidos populistas, nacionalistas, reaccionarios y, en algunos casos, pro rusos o euroescépticos.
Este cerco a la derecha ha sido evidente en países como Suecia, Alemania, Francia, España y Portugal. Los partidos de extrema derecha cercados suelen ser antiinmigración, ultra conservadores en temas sociales y medioambientales, o abiertamente contrarios a la pertenencia a la Unión Europea o la OTAN. Si bien es válido defender la diversidad, el medio ambiente y las instituciones, este cerco ha generado un escenario en el que la voluntad popular no es escuchada y los intereses de la Unión Europea prevalecen sobre los de la nación y sus ciudadanos. Por un lado, se han formado alianzas inestables, a menudo carentes de una agenda común, como las coaliciones entre conservadores y socialdemócratas, que, lejos de formar consensos, terminan alejando a su electorado hacia los extremos. Por otro lado, los votantes de los partidos excluidos sienten que no están siendo representados, lo que aumenta el descrédito hacia las instituciones y alimenta el auge de manifestaciones políticas anti-sistema. Como resultado, los partidos extremistas logran cumplir su profecía de que el sistema político sólo responde a unos pocos, defendiendo instituciones por encima de la soberanía nacional.
A medida que se intensificó el cerco a la derecha como una defensa de la libertad y la democracia, la situación se volvió más compleja. Muchos países europeos adoptaron medidas que más bien se asemejan a las de dictaduras, especialmente durante la pandemia de COVID-19, con restricciones que fueron de las más severas a nivel global. Se impusieron controles exhaustivos sobre la producción industrial, sobre todo en sectores como el energético y el alimentario, lo que llevó a protestas masivas y al encarecimiento del costo de vida europeo en nombre de la protección ambiental. Las políticas migratorias flexibles y la promoción de la multiculturalidad, en detrimento de las tradiciones nacionales, generaron conflictos internos. Además, las políticas de protección a minorías a menudo eran vistas como prioritarias por encima de la protección del núcleo familiar tradicional. Todo esto se vio acompañado de una persecución política, social e incluso policial hacia quienes no apoyaban estas medidas, lo que contribuyó al desgaste de una democracia que los partidos tradicionales ya no podían seguir defendiendo de manera creíble.
Con el inicio del conflicto ruso-ucraniano en 2022 y la llegada de Trump a la Casa Blanca en 2025, la primacía del statu quo político y los intereses de la UE sobre la soberanía de sus miembros pasó de ser una cuestión de preferencia a una cuestión de supervivencia para los burócratas que dirigen Bruselas. En este nuevo contexto, gobernantes más cercanos a Putin o más distantes de la UE, como Fico de Eslovaquia y Orbán de Hungría, se convirtieron en obstáculos para la toma de decisiones de la Unión, especialmente en temas como las sanciones a Rusia y la adhesión de Suecia y Finlandia a la OTAN bajo la administración Biden. En las últimas semanas, la UE ha amenazado con suspender el derecho de voto de Hungría debido a leyes aprobadas por su Parlamento, como una que regula la financiación extranjera de los partidos políticos, o medidas contra el exhibicionismo en público, que se consideran contrarias a la libertad individual y la democracia por parte de las instituciones europeas. Sin embargo, existen evidencias de que la UE también financia a partidos europeístas en todo el continente, lo que genera una contradicción sobre lo que critica de Rusia, pero que realiza bajo el disfraz de la institucionalidad.
Lo peor de todo, quizás, ha sido el apoyo de la Unión Europea a la persecución de candidatos y partidos contrarios a su agenda. Un ejemplo claro es el caso de Georgescu en Rumania, quien había obtenido la mayor cantidad de votos en la primera vuelta de las elecciones de 2024. Estas elecciones fueron anuladas por la Corte Rumana, y la Corte Europea respaldó esta decisión, lo que resultó en la proscripción del candidato y el arresto de varios miembros de su partido. Esto ha dificultado su participación en las elecciones de mayo. Algo similar ocurrió en Francia, donde Marine Le Pen, principal opositora de Macron y segunda fuerza política en ascenso, fue inhabilitada para ocupar cargos públicos y condenada a cuatro años de prisión por supuestas malversaciones de fondos provenientes del Parlamento Europeo. Fuera de la UE, Bruselas no oculta sus prácticas golpistas y mafiosas, amenazando a políticos prorrusos de Georgia y promoviendo intentos de golpe de estado en Serbia.
Estas acciones, lejos de fortalecer la cohesión política, generan desconfianza y polarización entre los ciudadanos, alimentando el descrédito hacia las instituciones europeas. La exclusión de ciertos movimientos políticos y la imposición de medidas autoritarias en nombre de la protección de la democracia debilitan los principios fundamentales sobre los que se construyó la Unión Europea. Si no se abordan de manera equilibrada y respetuosa con las diferentes sensibilidades nacionales, estas políticas podrían erosionar las bases de la democracia en Europa, debilitando tanto la legitimidad de las instituciones supranacionales como la soberanía de los Estados miembros, lo que pondría en riesgo el futuro de la misma Unión Europea.